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El autoestopista


Esta mañana me ha pasado una de esas cosas que me hacen sentir viva.

Resulta que fui a Brians II para echar allí mi media jornada y, al salir, como siempre, me invadió ese sentimiento agridulce que ya me es tan familiar. De la cárcel salgo siempre con una energía desmedida y desbocada. Salgo queriendo hacer lo indecible porque el recuerdo reciente de sus entrañas me impregna de lo mucho que hay que hacer para sustituir la realidad del hormigón por otra más amable –y que sirva para algo–, pero a la vez... salgo como una esponja que acaba de absorber horas y horas de escucha de miserias, y no solo de escucha.

Quienes me conocen saben que soy una observadora innata y que cazo al vuelo los detalles. Me empapo de todo lo que sucede a mi alrededor porque, si bien puede que yo sea muchas cosas, de tonta tengo lo justo.

Para entrar en la cárcel tengo que dejar todas las cosas escondidas en el coche porque lo de las taquillas me produce una pereza extrema, así que siempre aprovecho mis primeros minutos de vuelta a la libertad para reajustar mis emociones. Rescato las cosas que tengo escondidas debajo del asiento, los huecos laterales o la guantera mientras hago balance de las horas que me he pegado ahí dentro. “No me puedo creer que lo tengan ahí así, si casi no puede moverse ni con la silla de ruedas”. Saco el monedero de mi riñonera, guardo los carnets que me han permitido entrar a comunicar y vuelvo a dejarlo todo en su sitio. El agua, la mascarilla, el gel y los guantes que me han obligado a ponerme. “¿Cómo pueden tener a un señor de 91 años preso?”. Me pongo la riñonera y busco el móvil, que suelo dejar apagado o en modo avión. “No sé si al final habrán dejado entrar a la gitana del pie vendado, pero en principio no le dejaban usar el ascensor sin un justificante médico -¿hola? lleva la pata escayolada, ¿qué más justificantes necesitas?- por la implementación de las medidas sanitarias y de seguridad del COVID-19; hay que ser miserable para creer que en eso consiste el ejercicio de la autoridad”.

Vuelvo a poner el dichoso aparato en red. No pasa ni un minuto cuando empieza a sonar de nuevo. Prefijo de… ¿Salamanca?

¡Qué ilusión!

Sé quién es antes de responder.

Recientemente he escrito a todos mis toxicómanos para darles el sermón. Éste no me había llamado aún, pero sabía que lo haría. Sé que me quieren mucho y que se esfuerzan por cuidarme. Respondo al instante. Olvido que estoy en el aparcamiento de prisión. Olvido la silla de ruedas, el anciano y la gitana. Lo olvido todo. En ese momento solo existe él.

Él, yo y los 8 minutos que tenemos por delante para hablar antes de que la Ley decida que ya ha sido suficiente.

- Qué ilusión escucharte, joder, cuánto tiempo!

- Buah, ya te digo, Laurita; pero es que justo ayer recibí tu carta y tenía que llamarte. La habré leído 18 veces ya y… menuda llorera, sabes? No veas… -se ríe agradecido.

- Ya, bueno, de eso tratan las relaciones humanas, no? Qué más quieres que te diga? -estoy segura de que él también nota mi sonrisa al otro lado del teléfono.

- Sólo que estás bien. Dime que estás bien y que tu risa sigue llenando las cabinas de estos lares, tal y como yo la recuerdo.

Los minutos se suceden entre risas uno tras otro. El pitido del corte final me devuelve al aparcamiento en el que estoy, pero con otro ánimo. Si yo soy capaz de marcar la diferencia en sus días, no tengo ninguna duda de que ellos también saben hacer lo propio en los míos.

Doy por concluido mi ejercicio de reajuste.

Arranco el coche, bajo las ventanillas y subo el volumen de lo que sea que en ese momento esté sonando. Salgo del aparcamiento decidida a emprender un camino de vuelta a todo pulmón, cantando como solo se canta cuando se tiene la certeza de que no hay nadie mirando.

¡Qué poquito iba a durar!

Veo venir todo lo que se avecina con dos quilómetros de antelación. He salido del polígono que hay que cruzar para llegar a Brians II y estoy en la carretera cochambrosa que une Martorell y Capellades (km 23, 08635 Sant Esteve Sesrovires, ¿cuántas veces no habré escrito esa dirección en mi vida?). Al margen y a lo lejos veo a un tipo caminando. Casi por instinto bajo la música, como si ello me fuera a permitir ver mejor. Menuda estupidez.

“Por dios, que no saque el brazo”. Me repito para mis adentros una y otra vez con el sonido ya inaudible. Cuando me quedan escasos 200m para superarle, el chaval se gira para confirmar todos mis temores. Estira el brazo pulgar en alto y espera que me detenga a recogerlo. Maldición.

Pues nada, ya la hemos liado. ¿Paro o no paro?

No sé para qué me pregunto si sé que voy a parar. La carretera no tiene arcenes y está bastante transitada, pero el azar es caprichoso y a escasos 100m hay un desvío hacia vete-a-saber-dónde. Paro de mala manera mereciéndome todos y cada uno de los pitidos que me reprenden, pero más se perdió en la guerra. Lo veo correr por el retrovisor central para alcanzar el coche mientras bajo del todo la ventanilla del copiloto y le suplico a mis propios adentros que no sea un psicópata esquizofrénico con ganas de descuartizar a nadie. Por fin llega hasta el coche y, si bien viene decidido a abrir la puerta y meterse dentro, yo antes quiero saber dónde va -qué menos, ¿no?-.

- ¿Adónde vas?

- A Merturol.

Madre mía, no habla ni papa de español/catalán. Habrá querido decir “Martorell”, pero la verdad es que yo no sé siquiera en qué dirección voy porque he puesto a la Pepi para que me vaya chivando qué carretera seguir sin tener que pensar. Le paso el escáner y confirmo que tiene mala pinta. La tenía ya a lo lejos, pero es que esa es una condición propia de los autoestopistas. ¿Desde cuándo una persona montada en el dólar hace autoestop? No creo que eso se haya inventado aún, ni siquiera. El que me ha tocado a mí es muy moreno, debe de estar en su treintena, va bastante tatuado, lleva unas bermudas hawaianas, algunos piercings en la cara, la boca destrozada, los ojos oscuros y… ni papa de español. En otras palabras y siendo prejuiciosa a más no poder -cosa que odio pero que, al mismo tiempo, me parece fruto del instinto-, tiene pintas de delincuente. No necesito nada más, me encanta…!!

Aun así, medito para mis adentros, si puedo evitar meterme en un apuro...

No sé. Por probar, que no quede.

En un intento amable de desprenderme de él sin tener que hacerlo le digo que no sé en qué dirección estoy yendo, que quizás Martorell está hacia el otro lado. Tonterías e incoherencias que son fruto del miedo, supongo, qué sé yo. Soy consciente de ello y no me gusta mi propia actitud, así que en un acto de rebeldía y desobediencia hacia mí misma le invito a subir.

Con miedo no se va a ninguna parte y, total, de algo hay que morir. Como no habla español, gesticulo sonriente para que se monte en el coche. Quito el seguro de las puertas y en menos de 2 segundos lo tengo ahí conmigo.

Madre mía, ¿qué es lo que he hecho?

Y ahora, ¿qué?

Me incorporo a la cochambre de la carretera sin quitarle el ojo de encima y me voy relajando a medida que voy confirmando mis sospechas.

- ¿A que acabas de salir de la cárcel?- le pregunto divertida.

- Sí…!! -explota relajado. Ya no hay secretos incómodos.

Está como unas castañuelas de contento. Con esas pintas de malote que se gasta, pocos se lo podrían imaginar así, como un niño de 5 años después de la noche de Reyes. Me siento una privilegiada, aunque no le conozca de nada. Le pregunto si ha salido con la libertad total o de permiso, pero creo que no nos entendemos porque primero me da a entender una cosa y luego otra.

Bueno, ¿qué más da?

Está exultante.

Me dice que es de Bulgaria y que habla muy poquito el español. En cualquier caso, está muy emocionado y me contagia su alegría. Le extiendo la mano para que me choque los cinco y, poco a poco, yo también me convierto en esa niña de 5 años que quiere participar de su misma euforia. Como no nos entendemos, los gestos hacen lo que tienen que hacer para poder comunicarnos. Brazos de aquí para allá, saltos reprimidos y unas sonrisas que casi se nos salen por las ventanillas.

Estamos a unos 10 minutos de Martorell cuando empieza a buscar algo en su mochilita. No puedo evitar volver a conectar mi estado de alerta, pero al momento me pregunta si tengo un cable para cargar su teléfono y, por suerte para él, consigo encontrar uno que conecta a la radio, ésa que sigue con un volumen inaudible. Al instante logra encender su móvil y, mientras entramos en Martorell, aprovecha que está enchufado para hacer una llamada. Habla en búlgaro y no sé lo que dice, pero descifro una mención a una “señora muy educada” que debo de ser yo -por descarte-, además de muchos “te amo” eufóricos antes de colgar. Se le mojan los ojos e inunda de besos su rota pantalla. Qué ternura, por favor, me encanta estar ahí y ahora.

Fin de la llamada. Le vienen a buscar.

Está tan emocionado, que no hago más que alegrarme por haber parado a recogerle. Tengo la certeza de que estaba ahí para mí y de que sólo yo iba a tener la suerte y la fortuna de poder empaparme de su alegría. Me alegra que no haya tenido que pasar por las dos horas que hubiera tenido que andar para alcanzar la ciudad. Me alegra que se las haya ahorrado y que haya podido llegar a buen puerto con esa emoción tan vívida para que los suyos puedan disfrutarla tal y como yo he tenido ocasión de hacer. La oportunidad siempre es certera y creo que el tiempo y el espacio son sus dignas celestinas.

Hemos llegado a Martorell y el chico no sabe cómo darme las gracias.

Se llama Alex.

Es todo lo que me dice cuando paro el motor, pero no me parece poca cosa en absoluto.

Alex.

Esa es su forma de darme las gracias y de decirme que esos minutos conmigo han sido importantes para él. El hecho de que se presente en esas circunstancias y de esa manera, llevándose la mano al pecho, me acerca a su identidad, a su intimidad y a su ser. Me descubre el nombre que quisieron darle sus padres en señal de confianza. Quiere ser más que un simple autoestopista recién salido de la cárcel y, sobre todo, quiere agradecerme que le haya llevado hasta ahí.

Le correspondo con una sonrisa.

- Yo soy Laura, Alex, y me ha gustado mucho acompañarte hasta aquí. Ha sido un placer y espero que nunca tengas que volver al lugar desde el que vienes.

Me coge una mano con las dos suyas y vuelve a repetir el ritual de los besos sobre mi derecha. Acto seguido cierra la mochila, coge sus cosas, coge la mascarilla y me dedica unas últimas palabras desde el otro lado de la ventanilla.

Arranco de nuevo y vuelvo a coger la carretera. Subo el volumen porque ya no hay nada que temer y, de nuevo, me voy pensando en lo poquito que les cuesta subirme a la nube.

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