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Frankenstein


Frankenstein

La primera vez que leí Frankenstein,

lo hice atraída por una especie de instinto inexplicable;

como si aquello hubiera sido algo que tenía que hacer sin saber muy bien por qué. Creo que nunca he visto siquiera la película entera, pero la lectura de su historia se me figuró como un imperativo que no podía eludir o ignorar por motivos que aún desconozco.

Cuando cogí el libro –que casualmente había tenido siempre a mi disposición en la estantería de encima de la cama en la que dormí hasta cumplir los 18 años– para leer el entrecomillado de su parte trasera…

¡me entraron las prisas!

Empezó a ser urgente, además de importante; supongo.

“El doctor Frankenstein desafía a la naturaleza creando, de fragmentos humanos, un ser que espanta a quienes lo ven, incluido a su autor. El monstruo es un ser bondadoso que sufre el rechazo, silencio y soledad impuestos como una condena. Anhela compartir su aislamiento con otro ser pero el científico se lo niega. Su carácter se torna violento. Alguien tiene que morir”.

¿Un ser bondadoso que sufre el rechazo, silencio y soledad impuestos como una condena? ¿Un ser que anhela compartir su aislamiento con otro ser?

A ver, a ver, a ver; un momento.

¿A qué te suena todo esto, Laura?

Empecé a leer fascinada lo que acabó siendo uno de mis libros favoritos.

La sensibilidad de la autora al narrar una historia que me era sobradamente conocida, me conmovió. De repente… no sé, estaba verdaderamente leyendo Frankenstein..?? O más bien estaba adentrándome en las miserias de quienes he conocido en prisión…??

Personas-monstruos, personas-despreciables, personas-violentas, peligrosas, crueles… Personas que han acabado siendo como son por las desdichas sociales a que todos contribuimos y, por tanto, personas-monstruos hechas a nuestra propia medida. Personas-monstruos que la sociedad necesita para saberse bienhechora; para poder acabar el día frotándose las manos con la sensación de haber hecho bien las cosas: el peligro está neutralizado y la gente… sana y salva, bien protegida.

Menuda sarta de mentiras, colega. Sálvese quien pueda, que el peligro no viene de esas personas que hemos desechado al vertedero sino de la propia sociedad.

La ingente mayoría tiene/tenemos una gran responsabilidad cuando se trata de los presos; o acaso somos lo suficientemente imbéciles como para no poder creer que muchas de esas personas no estarían donde están de haber tenido a alguien que les acompañara en su desesperanza o desesperación…?? Y si todavía somos lo suficientemente frívolos como para querer seguir culpándoles con esas, algo de honestidad propia debería bastar para cambiar el chip; o acaso nunca hemos vivido nada en primera persona que hubiera podido abocarnos a la mala vida de no ser por quienes estuvieron a nuestro lado…?? En serio nos creemos lo suficientemente superiores como para entendernos capaces de todo sin contar con el apoyo de otro humano…?? Quiero pensar que no, pero tal y como están las cosas… es difícil apostar.

El caso es que Frankenstein no es lo que nos han vendido que es. Frankenstein no es un monstruo y ni siquiera es blanco y negro. Frankenstein son las 60.000 personas que tenemos en prisión y, especialmente, los más de 1.000 que viven en un régimen de total aislamiento, perdiendo la cabeza. Aún les culparemos por ello cuando acaben de cumplir, si es que lo logran (con vida). Aún les culparemos.

Frankenstein son ellos, como también lo son los que sobreviven como pueden en las calles. Frankenstein son todos los que, sin querer hacerle daño a nadie, se han visto obligados a.

Son mis presos, son los nuestros y soy yo.

Frankenstein es lo que queda cuando la sociedad se sabe miserable.

Frankenstein son los errores ajenos, son los propios y son los míos. Es la falta de empatía, de solidaridad, de cariño. Frankenstein es ignorar a alguien que pasa hambre y frío. Frankenstein no es un monstruo porque el monstruo somos los no-Frankenstein. No pocas veces las cosas se cuentan al revés y ésta es sin duda una de ellas. Demonizar, excluir, culpar; eso es siempre lo fácil, lo que nunca está de más. Aun así, raro es que lo fácil case con lo valiente, porque lo valiente es reconocerse Frankenstein y aceptar-tolerar-apreciar la diferencia.

¿Cómo supo mi inconsciente que aquello era lo que tenía que leer en aquel preciso instante?

“¿Pero cómo? Creí haberte conmovido, y, sin embargo, sigues negándote a concederme lo único que amansaría mi corazón y me haría inofensivo. Si no estoy ligado a nadie ni amo a nadie, el vicio y el crimen deberán ser, forzosamente, mi objetivo. El cariño de otra persona destruiría la razón de ser de mis crímenes, y me convertiría en algo cuya existencia todos desconocerían. Mis vicios son los vástagos de una soledad impuesta y que aborrezco; y mis virtudes surgirían necesariamente cuando viviera en armonía con un semejante. Sentiría el afecto de otro ser y me incorporaría a la cadena de existencia y sucesos de la cual ahora quedo excluido”.

Me estoy enrollando más de la cuenta, como siempre. No quería hacer una crítica o reseña, pero mira tú por dónde; esto es lo que ha salido.

A las mujeres que se atrevieron a escribir, gracias.

Y a las que aún hoy lo hacen... ¡que no dejen de hacerlo!

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Resulta que desde hace un tiempo (bastante) me escribe un chico que a veces dice sentir vergüenza por las faltas de ortografía que comete. Dice que tiene muchas, que quedan muy mal y que duelen a la vista. En alguna ocasión hasta he tenido la sensación de que eso pudiera llegar a ser un motivo por el que escribir menos.

“¡Pero qué dices! ¡Es maravilloso que sepas escribir! ¿Tú alguna vez te has parado a pensar en el valor que eso tiene? ¿Poder “hablar” con una persona que no tienes delante y que puede no estar contigo en el momento de “escucharte”? Piénsalo un poco, es fascinante… que tú y yo podamos comunicarnos por escrito, ¡es maravilloso! ¿Qué fuego, qué rueda, ni qué leches? Si algo se ha inventado con valor para la humanidad, sin duda eso tiene que ser la escritura. ¿De veras crees que las faltas de ortografía llaman mi atención? Cuántos querrían saber escribir como tú lo haces; ¡cuántos querrían no tener que dictar sus cartas para que otros se las transcribieran! Tú eres un privilegiado, ¿sabes? Tú, pero también yo; que tengo la suerte y fortuna de poder leerte, de poder adentrarme en tus pensares, sentires, temores y quereres sin tener que compartir tiempo y espacio contigo”.

Supongo que le convencí, pero no por ello dejó de ser un tema de conversación (escrita).

Empezamos a hablar de libros y de cómo la lectura podía serle de ayuda con lo de su ortografía, pero no parecía ser un fanático de las historias narradas.

Me pidió que le recomendara un libro que le pudiera gustar y, sin saber si podría gustarle o disgustarle, le di el título de Frankenstein. Me pareció oportuno por todos los paralelismos que podría encontrar entre su vida y la ficción, pero también porque, quizás, el hecho de conocer de antemano la película podría ayudarle a no perder el hilo de la historia o a amenizar sus andaduras por las páginas de la novela.

Le dije que yo tenía muchas ganas de volver a leérmelo porque siempre repito con los libros que me enamoran, así que de forma espontánea y sin arrepentimiento de ningún tipo le pedí que me avisara cuando fuera a empezárselo para hacerlo yo también. Por aquellas estaba acabando de leerse otra cosa, pero quedamos en que nos lo leeríamos a la vez. Yo que no tengo tiempo ni para mear, me comprometí gustosa a dedicarle/me ese plus de tiempo (porque en el fondo no era más que una excusa para dedicármelo a mí misma, ojo; que aquí la cuestión era liberar dos pájaros de un giro).

Así que, de la nada, de improviso y con gran complicidad, constituimos un club de lectura de a dos para, por una parte, trabajar lo de su vergüenza con las faltas de ortografía y, por otra, engancharlo a una afición que, si resulta, puede reducir en mucho la condena de quienes cumplen prisión.

La condena que paga el que lee, sin lugar a dudas, es menor que la de quien no lo hace. La oportunidad de evadirse en historias, aventuras y paisajes…

No tiene precio.

Supongo que dejamos de sentirnos vivos

cuando dejamos de estimular la mente.

El caso es que quedamos en intercambiar impresiones y opiniones cuando termináramos de leer. Se le veía muy ilusionado con la idea; ya ves tú qué tontería. ¿Será que nunca habría hablado de un libro con nadie?

Como cuando una noche me llevé a otro de cerveceo con mis amigos, que volvió a casa muerto de incredulidad por haber sido capaz de pasárselo bien (¡y mucho!)

sin drogarse.

La verdad es que a veces no salgo de mi asombro con sus reacciones, no…?? Qué fuerte, qué increíble, en serio…??

Lo que para mí es cotidianidad, para ellos puede ser un mundo nuevo.

Una oportunidad.

Supongo que pasaría lo mismo si la cosa se sucediera al revés, por supuesto; pero… ¿qué necesidad tengo yo de ello?

A veces creo que ellos lo piden a gritos. Como Frankenstein.

En fin, vuelvo a Soto del Real, que se me va el santo al cielo.

Decía que quedamos en leérnoslo a la vez, pero...

¿Para cuándo tendría que tenerme el libro acabado? Está claro que él iba a poder leérselo de una sentada, pero yo...?? Necesitaba una fecha o, qué sé yo, saber si la próxima vez que fuera ya se lo habría acabado. Iba a quedar fatal si acudía de nuevo a su encuentro y me lo encontraba dispuesto a intercambiar opiniones de un libro que yo aún no había ni abierto, así que fui a verle con una proposición que acogió con más gusto del que yo hubiera podido imaginar.

Le dije que fijara una fecha.

“Dime un día y lo habré leído para ese entonces, que yo funciono bajo presión” “No, Laura. Tú ven cuando quieras que yo voy a estar aquí, ya lo sabes. Bastante que vienes con la de lío que tienes siempre…” “No, de verdad, por eso mismo. Siempre soy yo la que elige cuándo venir. ¿No te gustaría que pudiéramos quedar un día? Como hace la gente en la calle, vaya. Fuera la gente decide verse de mutuo acuerdo, sabes? Aquí soy siempre yo la que elige cuándo vernos, así que esta vez quiero que seas tú quien lo haga…”

No fue hasta el momento de pronunciar esas palabras cuando me di cuenta de la grandeza que había en aquello para él. La idea le iba seduciendo hasta el punto de acabar con una gran sonrisa de entusiasmo.

“Con que me des un mes o mes y medio de tregua, tengo bastante. No significa que no vaya a seguir viniendo cuando pueda, pero sí que serás tú quien elija cuándo vernos para”.

No le costó mucho rebuscar fechas en su cabeza. Su cumpleaños estaba ahí-ahí, a la vuelta de la esquina.

Eligió ese día a sabiendas de que hubiera ido de todas formas para felicitarle.

¿Será que…?

Sí.

Será que es un poco Frankenstein.

Como todos.

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