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Vendedor de enciclopedias


La persistencia de la memoria de Salvador Dalí

La hora de la siesta y suena el timbre, ¡qué fastidio!

Todo el mundo sabe que a esa hora las únicas visitas que pueden recibirse son las de los comerciales, los técnicos, los testigos de Jehová o, con un poco de suerte, la de un amigo con el que has quedado para invitarle a un café -y lo que surja-. El caso es que puedes decidir no levantarte del sofá, levantarte y mirar por la mirilla para fingir que no hay nadie en casa o, si se tercia y te seduce la idea de mantener una conversación que te aleje de la modorra (o que te adentre más en ella, que todo es posible en nuestros tiempos), levantarte a abrir la puerta. ¡Qué de decisiones tenemos que tomar en nuestro día a día! ¡Buff! ¡Es abrumador!

El abanico de posibilidades está ahí, constantemente. Con unas y otras cosas, hay que decidir. Siempre estamos decidiendo cosas: qué comemos, cómo nos vestimos, qué haremos el sábado por la tarde… En fin, he de decir que agradezco no ser una neurona porque… ¡menudo cansancio de vida!

¡Por favor! ¡Un respiro!

Esto puede parecer banal, ridículo e insignificante, pero… ¡no lo es! ¿Te imaginas una vida en la que otro alguien decidiera por ti siempre y en todo? Seguro que a veces lo agradecerías, pero… ¿siempre? ¿De verdad? ¿En todo? ¿Tu comodidad se merece el sacrificio de toda tu autonomía?

Consenso rotundo: NO.

A veces me siento un poco contrariada cuando decido ir a la cárcel -hala, ya lo he dicho-. Antes no me pasaba porque ellos sabían cuándo iba a ir. Planificábamos vernos como dos personas que deciden verse, sólo que en vez de hacerlo en la calle lo hacíamos en la cárcel. “¿Vienes este sábado? - ¡Claro!”. Las citas por locutorios están programadas (por la cárcel y no por nosotros, ¡ojo!, eso es así), por lo que ellos se preocupaban de llamarme dos o tres días antes para preguntarme si iba a ir. Ahora no sé muy bien por qué lo hacían, pues siempre les contestaba que sí; que por nada del mundo me perdería los 160km de viaje hasta Estremera (80km de ida y otros 80 idénticos de vuelta) para hablar 40 minutos de *** a través de un *** cristal.

El caso es que ellos podían… ¿organizarse? No sé si ésa es la palabra. Más bien podían vestirse como si fueran a la discoteca a por un ligue o algo así, descarado. Algo que, por otra parte, era y es lo más normal del mundo. ¡Qué risas me echaba a veces cuando los veía aparecer con sus mejores galas! Les gastaba bromas preguntándoles si también se habían echado colonia. Las cabinas de las comunicaciones son totalmente herméticas y es imposible tocar o notar a la persona que tienes delante, pero apuesto a que más de uno se habría perfumado bien antes de salir a locutorios.

Qué absurdo es que existan esas cabinas.

Decía que cuando llaman a la puerta en plena hora de la siesta tenemos un sinfín de posibilidades para maniobrar. Pues bien, cuando yo me presento en prisión como abogada, ellos no pueden más que acudir. No pueden decidir asomarse a la mirilla para fingir que no hay nadie: sencillamente están ahí. Siempre están. No falla. No pueden desaparecer si están tristes o si simplemente no les apetece ver a nadie. No pueden decir “dame 5 minutos que estaba haciendo-lo-que-me-venía-en-gana-hacer”. No pueden decidir acabar la partida de ajedrez antes de ir a ver quién es. No pueden decidir, sin más. Nunca y en nada. No tienen que pensar en las comidas o en los planes del sábado. Casi no tienen ni que pensar, pues ya hay alguien haciéndolo por ellos todo el tiempo.

El caso es que siempre que yo voy, ellos están ahí.

Siempre que los veo aparecer me pregunto qué estarían haciendo. A veces siento que quizás he sido inoportuna, que me gustaría poder avisarles de que voy, que querría que ellos también decidieran cuándo recibirme. A veces me siento como si el vendedor de enciclopedias se hubiera metido en mi casa, sin preguntar y sin poder echarle. Irrumpo en su rutina, invado su tiempo sin permiso y los aparto de sus quehaceres.

Es evidente que ellos no lo sienten así y que se vuelven locos de emoción cada vez que la megafonía pronuncia su nombre; pero mis reflexiones colaterales están ahí y quiero compartirlas. Me imagino pillando en chándal al que antes se engalanaba para verme y me muero de la risa. Una vez se pasó los 40 minutos de cabina sentado de lado porque decía que el peluquero le había hecho un trasquilón y no quería que lo viera. ¡Hasta ese punto de glamour llega la cosa!

Supongo que desde que soy abogada se disfraza todos los días, sólo por si acaso.

Me he convertido en la vendedora de enciclopedias que, sin permiso ni perdón, está dispuesta a colarse en cualquier sitio a la hora de la siesta.

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