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Conversaciones de sobremesa


Mi cara de Picasso

A veces me siento víctima de mi propia manera de pensar.

Las cosas como son.

Por suerte de vez en cuando aparecen y desaparecen en mi vida personas que, sin permiso ni perdón, me devuelven a la realidad con un buen guantazo de ignorancia. Aquí paz y después gloria: “Estimado Sr. que no conozco de nada, a usted, ¡gracias!”.

Supongo que en estos tiempos que corren todas las personas –o casi, que no me gusta generalizar– tienden a rodearse de afines y similares que, de forma más o menos exagerada, comparten ideas, aficiones o, qué sé yo, marca de ropa interior –quien la use, por eso de no volver a cuestas con las generalizaciones–. El caso es que todos seguimos unos patrones invisibles a la hora de establecer vínculos y relaciones sociales con las personas que acaban convirtiéndose en nuestro entorno y, pensándolo dos veces, eso puede abocarnos a un reduccionismo exagerado e injusto de lo que es la realidad. Yo me doy cuenta de eso cuando alguien me saca de los postulados abolicionistas a los que estoy acostumbrada. Me he empapado tanto de la cultura y pensamiento que hay en mi entorno, que a veces olvido que puedan existir otras formas de pensar –¡y eso que son las más!–.

Sencillamente no las concibo, siento que son minoritarias o que están muy lejos de mí. Pobrecita mía, ¡qué ingenua sigo siendo a pesar de todos estos años!

De repente estás comiendo un día con gente ajena a tu círculo y…

“Hola, Laura. Mi nombre es Juan, no te conozco de nada y mañana desapareceré para siempre de tu vida. Sólo quería decirte que no entiendo lo que haces y que, si por mi fuera, volvería a instaurar la pena de muerte para quitarnos de problemas. Demasiado bien viven ahí dentro después de todo. En fin, nada; sólo eso. Que te vaya bien, ¡hasta siempre!”.

A esas alturas mi cara de Picasso es total. No exagero.

Yo creo que me desfiguro de verdad tratando de entender cómo una persona, sin más conocimiento del tema que el retransmitido por los propios medios

cuidao, los gurús de la verdad–, es capaz de sostener con tal rotundidad las barbaridades que pronuncia aún en presencia de una persona dedicada exclusivamente al estudio de la cuestión en carnes propias. No es que yo me las dé de algo que no soy o que me moleste que la gente se tome el tiempo de opinar libremente de cosas que desconoce –yo también lo hago, supongo; nos viene de patria…–, pero es que tengo la certeza de que la gran mayoría de esas opiniones se vierten desde una indiferencia pasmosa sobre el tema y con un afán de –ismos –o de ¡aquí estoy yo!– fantasmagórico.

El caso es que normalmente aprovecho esas situaciones para rescatar la voz de los no presentes hablando de las condiciones en las que viven, pero es que hay otras veces –las mínimas– en las que sencillamente no me apetece ni intentarlo. Hasta perder el tiempo o hablar con la pared daría mejores frutos que intentarlo –influye también que yo sea una pipiola y que, por más experiencia que sume, además, sea mujer; ¡no me cabe ni la menor duda de ello! “¡Mujeres en mundos de hombres! ¡Puajjjj!”–. He podido conocer, no sé, ¿a centenares de presos y familiares de éstos? Pues no basta: lo que diga la tele sigue teniendo mayor credibilidad. “Al menos la reportera de las noticias no tiene pinta de haber salido ayer mismo del 15-M, Laura”

–respetuosamente me digo a mí misma y para mis adentros–. A veces, he de confesar que me siento hasta juzgada, “¿acaso no tienes corazón? ¿No lamentas lo que han hecho ni por las víctimas? ¿Y si fueran tus hijos? Pero, ¿qué clase de persona eres?”.

Tan sólo alguien que cree en el ser humano más de lo que cree en la cárcel, Sr., no vaya usted a pegarme, por favor.

No creo en la cárcel. No creo en los muros, ni en la represión, ni en el castigo. Creo en el amor, en el cariño, en la libertad y en los errores. Eso es; creo en el derecho a equivocarse...! Lo hago porque yo lo he hecho incontables veces; y el que esté libre de pecado... ¡que tire la primera piedra! No amparo ni justifico que exista la pederastia, el homicidio o la violencia, que siempre se presentan como lo peor de lo peor pese a representar una ínfima minoría del crimen en España. Me repugna el delito que conforme a mi escala de valores lo es. Me repugna que haya tantos miles de personas entalegadas por cuestiones que para mí no son delito, por más que ahí estén las leyes. Comer y dar de comer a tu familia jamás debería ser un delito –y ¡quién diga lo contrario está para que lo encierren!–. Nótese la ironía de esto último, gracias.

Con todo, lo que le diría a ese señor es que también su hijo podría acabar siendo el que cometiera las atrocidades que a día de hoy él castigaría con la pena de muerte. Empatizar con las víctimas siempre es lo fácil, claro; pero flaco favor les hacemos a las víctimas si no le garantizamos a la sociedad –si no lo intentamos, al menos– que no habrá ni una más. Estimado Sr., no es que no tenga corazón o que me dé absolutamente igual lo que hayan hecho esas personas; es que sencillamente me enamoro de todas y cada una de las que conozco, sean más o menos libres. Tengan el pasado que tengan, creo en su futuro y quiero contribuir a su equilibrio y bienestar; adelantándole, además, que ¡se me da de lujo hacerlo!

Aun así, querido Sr. al-que-no-conozco-de-nada-pero-que-ha-aparecido-en-mi-vida-para-devolverme-los-pies-al-suelo-a-golpe-de-guantazo-verborrágico, por y para mi consuelo le diré que la primera vez que entré a una cárcel tenía, al igual que los tiene usted ahora y como bien entenderá, mis recelos morales. La sed de venganza que hoy proclama usted me invadía a mí también cuando por suerte o por azar descubría las fechorías de las personas de las que ya me había enamorado. ¿Se imagina descubrir que uno de sus allegados le oculta hoy un secreto tal que haría temblar los cimientos de su relación? Pues eso; sólo que en mi caso lo que se tambaleó fue la apertura de mi persona hacia perspectivas más comprensivas y humanas de lo que había sido el pasado de toda esa gente, y no mi relación con ellos.

Con todo, a día de hoy le garantizo que vivo en paz, con mucho más amor y mucho menos odio que el que sentía la primera vez que atravesé el umbral hacia los módulos.

A ellos les debo ser y poder seguir siendo cada día un poquito mejor persona, que de eso se trata al final esto de vivir, según concibo yo el regalo de existir.

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